Roger Federer dice adiós, el tenista que bailaba con una raqueta en la mano

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Foto: Cortesía

Roger Federer dice adiós, el tenista que bailaba con una raqueta en la mano. Y de repente, Federer ya no está. Después de dos años aplazando la sentencia, el tenista suizo decidió ayer que ya no merecía la pena seguir luchando, que lo deja: «Tengo 41 años. He jugado más de 1.500 partidos durante más de 24 años.

El tenis me ha tratado más generosamente de lo que nunca habría soñado y ahora debo reconocer que es el momento de terminar con mi carrera competitiva. Ha sido una aventura maravillosa». Un viaje de dos décadas que concluye la próxima semana, en la Copa Laver, su último torneo ATP.

Federer se marcha por dos razones muy sencillas. El DNI y el parte médico. Su edad ya no le permite medirse en igualdad de condiciones a esa ‘quinta de Alcaraz’ que asoma hambrienta y, aunque lo intentase, sus rodillas ya no le sostienen. Están demasiado cascadas.

El chico de Basilea se marcha dejando un currículo inmaculado. A saber: 20 Grand Slams (8 Wimbledon, 6 Abiertos de Australia, 5 US Open y Roland Garros). Nadal solo le permitió sonreír en su tierra en una ocasión. Quedan en su camino 1.526 partidos individuales, de los que ganó 1.251, 0 retiradas, 103 torneos, 310 semanas como número uno de la ATP, 5 Premios Laureus y dos bolsillos repletos de –calculan– unos 500 millones de euros de patrimonio.

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Y el caso es que viéndole cualquier tarde de septiembre de 1998. Cuando todavía contaba con 17 años, en el sillón de su casa, renegando del gimnasio y comiendo gusanitos mientras veía ‘Los vigilantes de la playa’. Pocos hubieran aventurado el grandioso futuro que aguardaba a aquel niñato de rubio teñido y modales más que discutibles. Federer, por entonces, era tan genial como insoportable y no había partido sin advertencias del árbitro por insultos, gestos despectivos o raquetas estampadas contra el suelo.

El cambio: el niñato se convirtió en leyenda

Cuenta Federer en una de sus biografías que fue en 2001. Tras romper una raqueta más y ganarse la sonora pitada del público de Hamburgo, el momento que decidió cambiar. Dejó un reguero de lágrimas en aquel vestuario y se convirtió en un tenista profesional, con todo lo que ello implica. Al don que recibió de manera natural cuando empuñaba una raqueta le unió el sacrificio del entrenamiento diario y, obvio, los resultados llegaron en cascada.

Federer se catapultó hasta el número uno del planeta tenis y no halló rival en sus primeros años. Su manera de manejarse en la pista, levitando de un lado a otro con su traje de etiqueta. Descubriendo diagonales imposibles con su diestra y con ese revés a una mano inigualable, elevaron su juego a la categoría de obra de arte. Más que jugar, desfilaba sobre una pasarela.

Los títulos se fueron acumulando, más sobre el verde de su jardín de Wimbledon –donde era un miembro más de la realeza– que sobre el naranja arcilloso de París. Allí, en la tierra batida gala, Roger topó con su némesis, el tenista que marcaría toda su carrera y con el que construyó la más bella historia de rivalidad que presenció nunca este deporte: Rafa Nadal. Van unidos, como dos siameses –a los que se terminó uniendo Djokovic–, pues la vida de uno no halla sentido sin el otro. Qué fortuna la nuestra por haberles disfrutado.

Ayer, en su despedida, Federer reconoció que ya no iba a seguir prolongando la agonía y dio las gracias a todos los que estuvieron a su lado aquellos maravillosos años. Y al final, por supuesto, se despidió del tenis con un hasta luego: «Te quiero y nunca te abandonaré».

Con información de 20 minutos

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